Reflexionando desde la sola disciplina sociológica, luego desde una perspectiva parcial, y más allá de las razones avanzadas por los propios adolescentes (divertirse, estar juntos, les gusta el sabor, etc.), señalaría tres ámbitos de reflexión: el ámbito contextual o societario, el relacionado con la fenomenología de la fiesta y, en tercer lugar, la dimensión nómica, la relacionada con los sistemas de valores. Me limitaré a enumerar los elementos que considero necesarios tener en cuenta, de forma necesariamente esquemática.
Siempre he sostenido, siguiendo a Mannheim, que solamente la vivencia de experiencias compartidas puede dar lugar a situaciones generacionales. En el tema del alcoholismo juvenil habría que tener en cuenta, al menos, estas vivencias compartidas: l Una adolescentización y aceptación del modo de ser adolescente por la sociedad adulta, pese al discurso, formalmente tematizado, en sentido contrario. l La sociedad española ha aceptado la fractura social del tiempo que, si bien no es de nuestros días, en los últimos 20 años –desde la movida madrileña hasta la institucionalización del botellón pasando por la ruta del bakalao– ha adquirido caracteres diferenciales y prácticamente únicos en Europa. Hay un tiempo normativo, el de los días laborables o de estudio, y un tiempo de fiesta, pretendidamente no normativo, cuando en realidad es un traslado de la normativa vertical de padres a hijos, o de profesores a alumnos, a otra horizontal entre pares que puede ser aún más férrea. l
Un análisis de las revistas que leen los jóvenes, programas de televisión que ven, conciertos a los que asisten, etc. nos dice bien a las claras que sus referentes musicales son, en gran medida, grandes consumidores de alcohol. En los programas de televisión de gran audiencia, la asociación jóvenes, fiesta, gran consumo de alcohol –Me puse morado, etc.–, y a veces no sólo de alcohol, se da por supuesto, cuando no se magnifica, hasta tal punto que el no consumidor queda como un raro o un aburrido. l Muchas familias están desbordadas e incapaces de entender lo que sucede. La mayoría reacciona, sea crispándose, impidiendo de hecho toda comunicación en la familia; sea tirando la toalla, de tal suerte que de familia no queda más que el nombre. (Me extiendo en este punto en mi trabajo: El silencio de los adolescentes. Lo que no cuentan a sus padres. Ed. Temas de Hoy).
l Aunque en un orden de importancia aparentemente menor, creo necesario señalar la exclusión social que sufren los jóvenes varones en su acceso a un seguro para conducir un coche hasta cumplir los 25 años. Resulta difícil trasladarles principios de cumplimiento de las normas sociales, de mantener comportamientos cívicos y responsables cuando, socialmente, se les margina en algo que es tan vital para ellos en esas edades.
Fenomenología de la fiesta
Hay una rutinización y ritualización del beber adolescente y joven. Es rutina, pues cada joven y cada joven en su grupo, con modalidades diferentes en su etapa juvenil, lo acepta como banal, como evidente. Se hace lo que se hace porque se hace así entre los suyos.
Es ritual y ritual iniciático, o de paso de una situación a otra, de un momento de su vida a otro. Incluso el consumo de determinados productos puede adoptar signo y significado de autonomía. Así como en nuestra generación subir al monte o encerrarse en el baño a fumar los primeros cigarrillos fue indicador del paso de la infancia a la juventud, hoy esta situación se ha trasladado a la primera borrachera o al primer canuto... Además hoy, mientras el cigarrillo está socialmente mal visto, del consumo de cannabis se hace una lectura incluso beneficiosa por más de una persona o colectivos, socialmente influyentes. Y la correlación entre consumo de marihuana y abuso de alcohol está bien demostrada.
En fin, la autonomía buscada en realidad solamente es tal autonomía, si lo es, en el interior del grupo de pares. En realidad estamos ante una forma de identificación e inserción en un grupo. Se bebe, en no pocos casos, incluso aunque no apetezca beber, pues se trata de no ser o parecer raro, para no quedar descolgado de la marcha del grupo, como necesidad para integrarse en el grupo. El alcohol forma parte de su vida, y de la de sus padres y de la sociedad en la que vive, y es considerado indispensable en toda fiesta. ¿No se cierran, precisamente durante las fiestas, los bares y demás locales expendedores de alcohol todavía algunas horas más tarde, precisamente porque son fiestas? ¿Con qué lógica se le va a pedir al joven que no lo consuma, cuando todo está dispuesto para consumir más y más? Es la confluencia de la sociedad en la que vive, la aceptación más o menos resignada de sus padres, y la presión horizontal de su grupo de amigos la que está detrás de unos hábitos y de unos modos nefastos de diversión. Se habla mucho últimamente de la importancia de los valores, de la educación en valores, de la necesidad de transmitir (buenos) valores a las nuevas generaciones. No diré aquí lo contrario cuando tanto he escrito sobre ese tema y en la dirección señalada. Pero quisiera trasladar aquí dos contradicciones, dos dobles morales, tanto en el conjunto de la sociedad como en los sistemas de valores juveniles.
El mundo adulto vive, en su sistema de valores, una disociación entre los valores socialmente propugnados (defensa de los derechos humanos, tolerancia, solidaridad etc.) y los real y personalmente perseguidos (búsqueda de bienestar, éxito social, seguridad, diversión, mantenerse y ser, o parecer, joven). Así ante los consumos abusivos de alcohol y drogas en los jóvenes se mueven entre el alarmismo de las consecuencias que conlleva (accidentes de tráfico, embarazos no deseados, molestias a los vecinos etc.), al par que miran con cierta envidia el modo de diversión de los adolescentes que imaginan (erróneamente, y se puede probar) el colmo de la felicidad, que además es cosa de jóvenes, y ya se sabe cómo es la juventud, ésa que nosotros no tuvimos, desgraciadamente...
Esta doble moral también se da entre los jóvenes. Un rasgo central de los jóvenes es el de su implicación distanciada respecto de los problemas y de las causas que dicen defender. Incluso en temas frente a los cuales son adalides, como el ecologismo y el respeto por la naturaleza, por señalar un caso paradigmático. En este orden de cosas, en la utilización del tiempo libre durante los fines de semana, el problema mayor no está (aunque también) en la ingesta abusiva y compulsiva de alcohol y otras drogas, con las consecuencias sabidas, sino en una especie de autismo social, aderezado de fusión orgiástica de pares, que los deja tirados al día siguiente e incapacitados para hacer algo de lo que dicen que es fundamental en la vida y que solamente puede llevarse a cabo en condiciones físicas aceptables y durante las horas diurnas. Por eso he insistido, repetidas veces, que en los actuales jóvenes hay un hiato, una falla, entre los valores finalistas y los valores instrumentales: los actuales jóvenes invierten afectiva y racionalmente en los valores finalistas (pacifismo, tolerancia, ecología, exigencia de lealtad etc.) a la par que presentan, sin embargo, grandes fallas en los valores instrumentales, sin los cuales todo lo anterior corre el gran riesgo de quedarse en un discurso bonito. Me refiero a los déficit que presentan en valores tales como el esfuerzo, la autorresponsabilidad, el compromiso, la participación, la abnegación –que ni saben lo que es–, la aceptación del límite como baliza de comportamiento, el trabajo bien hecho, etc.
Concluí mi ponencia en el reciente Congreso Jóvenes, noche y alcohol, organizado por la Delegación del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas, avanzando, entre otras, estas dos ideas. La necesidad de una política finalista, cuyo objetivo sea la integración social de la juventud, lo que exige que, en un plazo razonable de tiempo, los jóvenes disfruten de su tiempo libre en horas no tan avanzadas de la noche, asemejándose en ello al resto de la juventud europea –también latina–, dejando al baúl de los malos recuerdos la excepción española en este punto.
Ciertamente hay que educar en valores, sí. Pero no basta con insistir en la educación en valores finalistas o ideales, sino también en los valores instrumentales y operativos, sin los cuales los primeros no pasan de ser un brindis al sol. Eso sí, brindis tan políticamente correcto cuan socialmente inoperante e individualmente narcotizante.
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